Archives

  • 2018-07
  • 2018-10
  • 2018-11
  • 2019-04
  • 2019-05
  • 2019-06
  • 2019-07
  • 2019-08
  • 2019-09
  • 2019-10
  • 2019-11
  • 2019-12
  • 2020-01
  • 2020-02
  • 2020-03
  • 2020-04
  • 2020-05
  • 2020-06
  • 2020-07
  • 2020-08
  • 2020-09
  • 2020-10
  • 2020-11
  • 2020-12
  • 2021-01
  • 2021-02
  • 2021-03
  • 2021-04
  • 2021-05
  • 2021-06
  • 2021-07
  • 2021-08
  • 2021-09
  • 2021-10
  • 2021-11
  • 2021-12
  • 2022-01
  • 2022-02
  • 2022-03
  • 2022-04
  • 2022-05
  • 2022-06
  • 2022-07
  • 2022-08
  • 2022-09
  • 2022-10
  • 2022-11
  • 2022-12
  • 2023-01
  • 2023-02
  • 2023-03
  • 2023-04
  • 2023-05
  • 2023-06
  • 2023-07
  • 2023-08
  • 2023-09
  • 2023-10
  • 2023-11
  • 2023-12
  • 2024-01
  • 2024-02
  • 2024-03
  • 2024-04
  • En los ltimos tiempos las cr ticas

    2018-10-25

    En los últimos tiempos, las críticas internas del feminismo latinoamericano se hicieron explícitas, en particular las que se refieren TCEP la colonialidad discursiva (Mohanty, 1991) de la diversidad material e histórica de las mujeres latinoamericanas por parte de los feminismos hegemónicos. Estos cuestionamientos, planteados fundamente por el movimiento social de mujeres, permiten recordar que no se puede asumir, ni teórica ni políticamente, que las desigualdades de género y raza y sus articulaciones son universales. Así, los trabajos de Ochy Curiel (2013), Yuderkys Espinosa (2007) y Breny Mendoza (2010) han puesto en el centro del debate latinoamericano el asunto de la heterosexualidad obligatoria, señalando que esta institución social tiene efectos fundamentales en la dependencia de las mujeres como clase social, en la identidad y ciudadanía nacional y en el relato del mestizaje como mito fundador de los relatos nacionales Por otra parte, se ha difundido mucho la crítica que hace la filósofa argentina María Lugones (2005) al concepto de intersección de opresiones por considerarlo un mecanismo de control, inmovilización y desconexión; para Lugones esta noción estabiliza las relaciones sociales y las fragmenta en categorías homogéneas, crea posiciones fijas y divide los movimientos sociales, en lugar de propiciar coaliciones entre ellos. Para argumentar su punto de vista, Lugones identifica como opuestas la perspectiva de Audre Lorde y la de Kimberlé Crenshaw, caracterizándolas como dos maneras distintas de entender las diferencias: la primera las aborda como diferencias no dominantes e interdependientes, y la segunda, como categorías de opresión separables que al entrecruzarse se afectan. Lugones (2005) plantea que la intersección nos muestra un vacío, una ausencia, donde debería estar, por ejemplo, la mujer negra, porque ni la categoría “mujer” ni la categoría “negro” la incluyen. Pero una vez identificado este vacío debe actuarse políticamente. Recogiendo el legado de Lorde, Lugones propone la lógica de la fusión como posibilidad vivida de resistir a múltiples opresiones mediante la creación de círculos resistentes al poder desde dentro, en TCEP todos los niveles de opresión, y de identidades de coalición a través de diálogos complejos desde la interdependencia de diferencias no dominantes (Lugones, 2005, p. 70)
    Opresiones cruzadas: formaciones históricas y experiencias concretas La interseccionalidad también es una problemática sociológica: la articulación de las relaciones de clase, género y raza es una articulación concreta, y las lógicas sociales no son iguales a Operator las lógicas políticas. En este sentido, las propiedades de los agentes sociales no pueden ser comprendidas en términos de ventajas o desventajas, desde una lógica aritmética de la dominación. Así, la posición más “desventajosa” en una sociedad clasista, racista y sexista no es necesariamente la de una mujer negra pobre, si se la compara con la situación de los hombres jóvenes de su mismo grupo social, más expuestos que ellas a ciertas formas de arbitrariedad, como las asociadas a los controles policiales. El análisis de configuraciones sociales particulares puede relativizar las percepciones del sentido común sobre el funcionamiento de la dominación. La raza, la clase y el género son inseparables empíricamente y se imbrican concretamente en la “producción” de las y los distintos actores sociales (Bereni, Chauvin, Jaunait y Revillard, 2008, p. 194). El análisis de estas imbricaciones concretas y sus transformaciones históricas ha sido el objeto de estudio de trabajos como los de Angela Davis (2004/1981) y Hazel Carby (2000) sobre la sociedad esclavista y postesclavista en los Estados Unidos. Angela Davis, por ejemplo, muestra cómo los hombres esclavos no disponen de casi ninguna de las características que se atribuyen generalmente a los hombres para definir su dominación: no son propietarios, no proveen a las necesidades de su familia, no controlan la relación conyugal; a veces, incluso, se encuentran obligados a realizar actividades de costura, limpieza y cocina que se asocian generalmente con el trabajo femenino. Sin embargo, “nada indica que esta división del trabajo doméstico hubiera sido jerárquica, ya que las tareas de los hombres no eran, en absoluto, superiores ni, difícilmente, inferiores al trabajo realizado por mujeres” (Davis, 2004, p. 25). El hombre esclavo no puede ser descrito como un actor social dominante, ya que los atributos de su virilidad están “devaluados” por su posición en la división social del trabajo. Además,